November 1, 2013

Nuestros hijos e hijas centro de nuestra vida familiar y de comunidad de fe

A la edad de catorce años, Jesús María Rodríguez salió de la capital de su país en vuelo directo hacia una ciudad hasta entonces desconocida para él, a pesar de lo que le había oído contar a su padre sobre sus rascacielos y carreteras anchas, un mar parecido y distinto, pero mar, las oportunidades que tendría de aprender poco a poco otra lengua, de conocer a otros chicos de su misma edad, y sobretodo, y lo más importante, encaminarse hacia un futuro que no se veía tan claro en su país de origen. 

Ya en la nueva ciudad, el clan familiar que año tras año crece con cada familiar que recibe los permisos y papeles que les permiten dejar atrás no sin dolor esas calles mil veces recorridas, las plazas de los primeros amores y los seres queridos que se quedan grabados en el corazón y alimentan la nostalgia, lo rodeó con alegría y curiosidad, ritual de bienvenida a los recién llegados. 
Han pasado cuatro años desde esa bienvenida que no se le ha borrado de la mente. Cuando lo piensa, su vida ha cambiado radicalmente. Su futuro todavía es tan incierto como cuando salió de su país. Sin embargo, a los dieciocho años que acaba de cumplir ha logrado sobreponerse a la angustia de ser descubierto, de ser rechazado, de no ser entendido, amado o incluido. Jamás había imaginado que oiría palabras tan alentadoras en ese primer sermón que tanto le llamó la atención en la iglesia a la que su abuela lo llevó el siguiente domingo después de su llegada. Fueron palabras tan claras y tranquilizantes que estaba casi seguro de que iban dirigidas a él. “Somos creación divina perfectamente imperfecta, dignos y dignas del amor de Dios padre y madre, un Dios presente, santificador y redentor. Un Dios que nos invita a respetar y a ser respetados por parte de nuestras comunidades dentro y fuera de las puertas de este templo.”

También han pasado cuatro años para nuestra comunidad de fe. Poco a poco, con tierna delicadeza, dándonos el tiempo de entender, de apoyar en el dolor, compartiendo y dejando atrás los temores que son la fuente de los prejuicios ante lo diferente, sutilmente acompañándonos como una familia extendida, hemos creado un espacio íntimo y seguro en el cual nuestros jóvenes se sienten en plena libertad de compartir, de dejarse admirar y admirarse, de sentir para siempre que van del brazo de un amor que protege, que comprende, que acompaña. Jesús María Rodríguez ha cambiado su nombre a Adriana María Rodríguez. Ella espera que en su escuela secundaria la llamen por el nombre que ahora la identifica cuando le entreguen su diploma de bachiller, tal como lo oyó su mejor amiga Plutarco González, quien casi se muere de la dicha al escuchar su verdadero nombre: Sabrina González, seguido del gran aplauso y los gritos de afirmación no sólo de sus compañeros y compañeras de colegio, sino también de sus familiares y de su comunidad de fe. 

La gracia divina nos puso en el camino a Adriana María Rodríguez y a Sabrina González para unirnos como miembros del cuerpo de Cristo como familia y como comunidad, para amarnos más y más los unos a los otros, seguir acompañando a nuestros jóvenes, proporcionándoles lugares seguros, comprometiéndonos al seguimiento que ayuda a realizar ese futuro soñado por madres y padres con respecto a sus hijos e hijas. Nuestra felicidad es verlos y verlas desempeñarse en la vida, contando con las puertas abiertas, el apoyo y el amor en Cristo de su comunidad de fe