September 2013
Wholehearted Stewardship

Diezmo de Calabacines

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En las Iglesias Episcopales del Condado de Piscataquis, Maine, donde sirvo como sacerdote, la mayordomía no es una temporada, unas pocas semanas en el otoño cuando consideramos cuánto dinero donaremos el año entrante. La mayordomía no es sólo la cantidad en dólares que llenamos en nuestra tarjeta de donativo todos los otoños cuando empezamos a hacer planes para el próximo ejercicio fiscal. La mayordomía no es una obligación onerosa con la que cumplimos para no avergonzarnos cuando llenamos esa línea en el informe parroquial sobre las “tarjetas de donativos firmadas”. 

Ha llevado algo de tiempo, pero ahora la mayordomía se entiende como un hábito que orienta nuestras decisiones sobre cómo usamos todas las bendiciones que hemos recibido de Dios.
 
Nuestra tarjeta de donativo tiene un espacio para compromisos de dinero y de tiempo. Los feligreses cumplen la parte no monetaria de sus promesas de muchas maneras creativas: realizando trabajo voluntario en el baratillo y en la olla popular, limpiando la iglesia, realizando mantenimiento de rutina en la propiedad de la iglesia, proporcionando transporte a los que ya no pueden conducir y brindando apoyo administrativo y cuidados pastorales. Nuestra tarjeta de donativo nos invita a orar por nuestra feligresía y a participar regularmente en el culto dominical. La mayordomía es una expresión de nuestra fe en la habilidad de Dios de proveer, de nuestra gratitud por todas las maneras en que hemos sido bendecidos y de nuestras prioridades de misión cristiana en el condado más pobre de Maine. La mayordomía está enraizada en la creencia de que las bendiciones nunca son sólo para nosotros, sino que se deben compartir. He estado doce años con estas feligresías y todavía me siguen sorprendiendo con nuevas maneras de ser generosas. 

En St. Augustine’s, en Dover-Foxcroft, muchos jardineros y hortelanos traen flores para el altar y hortalizas para ser compartidas por aquellos en nuestra feligresía que ya no pueden cultivar flores y hortalizas por sí solos. Cuando regresé de mis vacaciones en agosto, me causó gracia cuando un hombre, al que llamaré “Joe”, empezó a llegar todos los domingos con una carga de calabacines amarillos.

Noté que era muy específico sobre quiénes recibirían semanalmente sus calabacines. La semana pasada le dio uno a una anciana que vive sola y cuyo gato había muerto el lunes pasado y otro a una mujer que padece de Alzheimer y que lo hace sentir muy incómodo.

Y otro a mí.

Era un enorme calabacín lleno de protuberancias y una curva en la punta que lo hacía parecerse un poco a un cisne. ¿Qué haría yo con esa cosa? Le sonreí amablemente y le agradecí su regalo cuando se dirigía a su asiento, sonriendo enigmáticamente. Puse el calabacín en mi oficina y no pensé mucho en él hasta la hora del café, cuando finalmente me detuve un rato suficientemente largo como para que Joe me contara la historia completa.

Joe empezó a rendir culto con nosotros hace unos pocos años. Fue inmediatamente obvio que Joe tenía algunas deficiencias mentales. Por lo general, esta feligresía es muy buena en dar la bienvenida e incorporar a recién llegados, pero les llevó un poco más de tiempo que lo habitual acostumbrarse a algunas de las rarezas de Joe. Por suerte “Bob” se dedicó a proteger a Joe y a ayudarlo a sentirse seguro y participante, incluso renunciando a uno de sus ministerios para que Joe tuviera una manera de participar en el culto dominical. 

Y resultó que el año pasado Bob le dio un calabacín amarillo a Joe. 

Lo que ninguno de nosotros supo en ese momento es que cuando Joe regresó a su casa ese domingo por la tarde no se limitó a cortarlo, cocerlo al vapor y disfrutarlo con su cena. No, para Joe ese sencillo regalo de un amigo de la iglesia era demasiado importante como para eso. 

Joe cortó el calabacín por la mitad, sacó cuidadosamente las semillas, las enjuagó, las puso en papel de diario para que se secaran y las guardó todo el invierno. Después, esta primavera inició su propio huerto, un espacio dedicado a calabacines amarillos. Estaba henchido de felicidad cuando me contaba esta historia y después me dijo: “Y regalo la décima parte de mis calabacines”. Los regala porque desea compartir con otros la sencilla alegría que sintió cuando recibió su calabacín de Bob el año pasado. 

¿En qué línea del Informe parroquial indico este “diezmo de calabacín”?

Nancy Moore es párroca de las Iglesias Episcopales del Condado de Piscataquis County de la Diócesis de Maine y maestra sustituta en la escuela primaria local. El mes de diciembre pasado acordó servir en el Comité Financiero Diocesano y tuvo la agradable sorpresa de descubrir que la creación del presupuesto puede ser espiritualmente gratificante.

Recursos

This article is part of the September 2013 Vestry Papers issue on Wholehearted Stewardship