January 2020
Transformative Vestries

Parte de un cuerpo

Al mismo tiempo en que escribo esto, estoy tratando de salvar un retiro de un fin de semana. Uno de mis compañeros de clase del seminario y yo habíamos estado planeando el retiro por meses y ahora, un día antes de que ocurriera, se canceló a causa de una situación completamente fuera de nuestro control. En medio de mi tristeza y desilusión, y mediante una serie de correos electrónicos y textos, elaboramos una segunda opción. Los líderes y dos interesados de la organización que iba a participar en el retiro se iban a reunir. Me siento optimista de que algo saldrá de todo esto, tal vez no lo que yo esperaba, pero seguramente algo bueno, algo de Dios. Y recuerdo las muchas veces en que había ocurrido algo similar cuando fui guardián de mi iglesia local.

Cuando me pidieron que fuera guardián, ya había sido miembro de St. George’s en Newburgh por más de diez años. Me había confirmado, había visto a nuestras hijas ser acólitas y me había casado en esa iglesia. Mi esposa y yo habíamos cantado juntas en el coro por años y ambas habíamos integrado la junta parroquial. Sin embargo, había algo diferente sobre esto, algo que me atrajo e indudablemente me cambió.

Un amigo me advirtió sobre aceptar un nombramiento de guardián. “Arruinará tu espiritualidad”, me dijo. “Vas a estar tratando de alabar a Dios y notarás las rajaduras en el enlucido y todas las cosas que haya que reparar. Además, la gente acudirá a ti en la hora del convivio con todo tipo de problemas”. Sí, todo eso resultó ser cierto, pero la predicción de mi amigo no se convirtió en realidad. De hecho, me ocurrió lo opuesto: el trabajo, incluso con sus problemas y frustraciones, despertó enormemente mi vida espiritual.

Me dieron el cargo de guardián de la propiedad, algo sobre lo que sabía poco y nada. Aparte de haber matado un insecto de vez en cuando o de haber desatorado el inodoro, no tenía mayores conocimientos al respecto. Así que, en mis primeras reuniones, el comité de edificios y yo recorrimos las instalaciones para que viera y aprendiera acerca de todo. Subimos al campanario y nos agachamos para recorrer el laberíntico sótano con piso de tierra, lleno de reliquias de épocas pasadas. Y en ese comité estuve receptiva a ver por primera vez un ejemplo viviente del Cuerpo de Cristo, en el que todos hacían su parte para la iglesia casi sin un presupuesto para el edificio, discretamente y sin fanfarria.

En ese entonces, cuando estaba en el culto de adoración, sin duda estaba consciente de las rajaduras y de otras imperfecciones, pero también podía ver la baranda del altar que uno de los miembros del comité había reparado o la silla en la sala parroquial que otro miembro se había llevado a su casa y arreglado. Puedo recordar maravillándome las muchísimas veces en que se había identificado una reparación o una mejora y en que con poco o ningún presupuesto la gente donaba, trabajaba gratis, pasaba el sombrero y de alguna manera u otra hacía que las cosas sucedieran.

Varios meses después de mi inicio como guardián, nos estábamos preparando para una evaluación de un arquitecto, el primer paso de un trayecto largo y deliberado que condujo a una campaña de capital y a un plan para la restauración estructural del edificio de 200 años de antigüedad. Cuando el arquitecto nos dijo que había que quitar todos los artefactos que estaban en el sótano antes de que se pudiera hacer la inspección con precisión, el cuerpo entró en acción. Durante un fin de semana, los miembros del comité de edificios y sus cónyuges y amigos arrastraron una cosa tras otra hasta la acera y barrieron pilas de escombros. Un buen amigo de la iglesia se llevó todo en su camión.

Posteriormente, como seminarista, les decía a mis compañeros de capellanía que “¡realizar el plan de Dios es más divertido cundo se realiza junto con otros!”. Es lo que aprendí de ese comité de edificios.

Incluso en épocas menos felices tuve un fuerte sentido de propósito en mi tiempo en la junta parroquial. Había problemas con la caldera, había que recorrer el sótano después de una lluvia para encontrar goteras en los dos enormes sistemas de calefacción de la iglesia… por no mencionar los tremendos problemas que encontraron el arquitecto y el ingeniero en sus inspecciones. Al enfrentar estas cosas juntos -- el rector, los guardianes, la junta parroquial y la feligresía -- logramos solucionarlas. Aprendimos y crecimos juntos.

No creo que haya sido una coincidencia que durante ese tiempo no solo empecé a sentir más fuertemente una atracción hacia la oración, sino que también de maneras diferentes a las anteriores. En silencio, escribiendo en mi diario, con lecturas espirituales y orando más frecuentemente. En la oración de grupo al final de la junta parroquial, empecé a encontrar mi voz. Fui a un taller encabezado por el rector sobre el Oficio Diario y sentí el llamado a iniciar una oración vespertina semanal en nuestra iglesia. Había un pequeño fuego dentro de mí, encendido en parte por ese pequeño “sí” inocente que contesté sobre ser coadjutora.

Y todo funcionó. El ánimo de orar que crecía en mí me ayudó a afrontar los desafíos. Hubo un año difícil en el que en nuestra iglesita hubo once funerales. Un par de años después, una mañana me senté con el rector en su despacho absorbiendo la noticia de que nuestro director de música había fallecido de un infarto. Nos sentamos en silencio y después hablamos sobre cómo seguir adelante. Pasamos por ello, nos desconsolamos y reflexionamos, y elaboramos un plan alternativo. Y oramos. Juntos.

Esta historia no es una de aquellas que cuentan de “cómo me uní a la junta parroquial y el número de feligreses aumentó inmensamente e hicimos montones y montones de buenas obras en la comunidad”. Sí hicimos muchas cosas grandes en St. George´s en los cuatro años en que integré la junta parroquial. La participación en la iglesia y el compromiso espiritual crecieron durante ese tiempo. Participé en dos representaciones teatrales muy exitosas, que atrajeron a jóvenes locales y a un monasterio cercano como asociados. La campaña de capital se completó exitosamente. La Oración Vespertina continuó durante unos años y participaron en ella otros líderes laicos. Nuestra iglesita siguió realizando una extensión increíble al operar un gran centro de distribución de alimentos y dos programas para jóvenes.

Pero eso no es lo más importante que tengo en mente al escribir esto, reflexionando sobre cómo soy ahora en que estoy en la mitad de mi tiempo en el seminario. Es otro indicador en mi senda hacia la ordenación como sacerdote, una senda que ahora me doy cuenta de que ya estaba cuando me estaba despertando al cuerpo de Cristo en el comité de la propiedad de St. George’s. Lo que más me impacta actualmente es ese cuerpo, esa comunidad, y la manera en que sin otros probablemente nunca habría despertado a la presencia de Dios que tenía frente a mí. Sin ese cuerpo, ese fuego que tenía en mí nunca se hubiera encendido. Sin esa comunidad, jamás me hubiera encontrado donde me encuentro hoy.

No estoy diciendo que servir en la junta parroquial te pondrá en la senda hacia el sacerdocio. Siempre hay ese riesgo, ¡por supuesto! Pero lo más probable es que tu llamado sea algo completamente diferente. Lo que estoy diciendo es que a menudo descubrimos nuestros dones más profundos y nuestro ser más profundo aprendiendo y creciendo y jugando y estando frustrados y en afligirnos juntos en comunidad. Nos convertimos en nuestros seres más verdaderos como parte de un Cuerpo.

Esto lo aprendí sirviendo como guardián de la propiedad.

Después de haber sido psiquiatra y administradora de un hospital por veinte años, Mary Barber ahora está en su segundo año del Episcopal Divinity School en el Union Theological Seminary. Es postulante para el sacerdocio en la diócesis de Nueva York. Vive en Newburgh, NY, con su esposa Alleyne y son las orgullosas madres de dos episcopales de toda la vida.

Recursos:

This article is part of the January 2020 Vestry Papers issue on Transformative Vestries